La Cooperación Sur-Sur y el fin del amor en los tiempos del cólera |
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El texto que sigue recoge la intervención de Rafael Domínguez el 8 de diciembre en la presentación en el Instituto Mora (Ciudad de México) del libro De la diversidad a la consonancia: la cooperación sur-sur latinoamericana, coordinado por C. Ayala y J. Rivera de la Rosa. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora y Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-CEDES, Puebla, 2014, 2 vols.
La obra coordinada por los profesores Ayala y Rivera de la Rosa responde a la fase de maduración de las investigaciones sobre CSS que han superado lo que yo llamo el síndrome del amor en los tiempos del cólera.
Gracias a los 27 capítulos reunidos en estos dos volúmenes se empieza a vislumbrar un entendimiento más crítico y realista de la CSS en los turbulentos tiempos de la globalización (cólera). Dicho entendimiento se basa en el estudio empírico y la evaluación de casos, no en la glosa acrítica del discurso amoroso de la horizontalidad, que para los que estamos acostumbrados a confrontar la retórica del CAD contra sus prácticas verticales concretas (puro sexo), empezaba a resultar igual de irritante.
Por el contrario, la CSS se contempla en estos dos volúmenes en toda su diversidad de actores y motivaciones, y teniendo en cuenta la complejidad y lógica interna de todos sus instrumentos, no solo la cooperación técnica que tan minuciosamente se empeña en registrar la SEGIB dejando lo más importante (la cooperación financiera reembolsable, los acuerdos comerciales y de integración y el diálogo político) fuera del marco interpretativo.
Empezando por los actores y sus motivaciones, donde independientemente de la variedad de retóricas predomina el egoísmo más o menos ilustrado y más o menos compatible con el mutuo beneficio), prácticamente todos los países de América Latina salen retratados en sus relaciones de cooperación regionales, subregionales, y transfronterizas, más la novedad de las relaciones intercontinentales con África a cargo de Brasil, Argentina y Venezuela; lo mismo cabe decir de los organismos de integración regional (Mercosur, SICA, Mesoamérica, Alba); incluso se incluyen casos de cooperación descentralizada en Brasil y todo el Mercosur, y de cooperación privada basada en la metodología campesino a campesino entre Nicaragua y México.
En la lógica interna de los tres instrumentos de la CSS, el diálogo político y los acuerdos comerciales y de integración aparecen en su verdadera dimensión, como muestran los casos de la cooperación entre Chile y México, México y Centroamérica, Colombia y Centroamérica, Venezuela y Cuba y los países del Alba-PetroCaribe, o los socios del Mercosur, frente al mero conteo de proyectos de cooperación técnica no reembolsable, aunque con institucionalidades interesantes como el Fondo Conjunto México-Chile o el Fondo Argentino de Cooperación Horizontal. De hecho, la cooperación financiera reembolsable está a la vista para quien quiera analizarla, resultando mucho más voluminosa que la no reembolsable, como muestran los tres capítulos sobre Brasil (tras las huellas de China en África) al margen del centrado en la ABC, o los esquemas de cooperación energética de Venezuela y México y sus caminos divergentes en la construcción de alianzas subregionales desde su tronco común de San José, que es un esquema de cooperación financiera reembolsable.
El objetivo declarado de la obra es identificar las características propias de la CSS latinoamericana, pero el lector acaba llegando a la paradójica conclusión de que tales características se sustancian en la noción de heterogeneidad. El problema es que la heterogeneidad es un rasgo no solo de la CSS latinoamericana, sino de la CSS en general, que viene siendo un constructo ex post dado el enorme déficit de coordinación de los que operan bajo esta etiqueta. Está claro que la CSS no es un régimen internacional, sino algo que empezó siendo un intento de conformar alianzas para cambiar las relaciones internacionales (el NOEI como desafío al capitalismo) y que ahora por iniciativa de los BRICS (con la creación de su propio Banco y Fondo de Reservas) puede consistir en cambiar el capitalismo desde dentro.
En ese contexto, los donantes tradicionales están intentando reabsorber y reificar la CSS (la hiperacción colectiva de los países de renta media) para hacerla complementaria y progresivamente sustitutiva de su propio esfuerzo de cooperación. Esto se evidencia en la convergencia conceptual del CAD con la CSS mediante el abandono del término ayuda a favor del de cooperación y la liquidación progresiva de la métrica de la AOD y su sustitución por la financiación oficial del desarrollo (siguiendo la estela china, brasileña y venezolana), y se manifiesta sobre todo en la doctrina de la cooperación triangular (que también cuenta con numerosos estudios de caso en la obra que comentamos, algunos de ellos todavía en la fase amorosa) o ciertos programas de la SEGIB: pero no son lo mismo la triangulaciones que hacen Venezuela y Cuba, o las que lideran Argentina y Brasil (cuando trabajan directamente con NNUU), que las triangulaciones controladas por los países del CAD (incluidas las Instituciones Europeas), en las que se busca repartir la carga, reducir costes y eludir el cumplimiento de compromisos de financiación, todo ello sin dejar de influir, y con la inestimable ayuda del eje de la contra Colombia-México.
En consecuencia, insistir en la heterogeneidad, la pluralidad y la diversidad de la CSS tiene el inconveniente a mi juicio de que se deja el campo libre para que los donantes del CAD vuelvan a tomar la iniciativa, aprovechando a estos y otros aliados como Corea del Sur. Comparto totalmente las reflexiones de Lechini y Morasso sobre la pertinencia de establecer métricas específicas para la CSS diferentes de las del CAD, pero esa normatividad alterna será inviable hasta que no exista un comité de cooperación del sur que fije de manera autónoma estándares, principios y reglas compartidos por los operadores de CSS, como ha señalado recientemente Besharatti (2014), recogiendo opiniones de diplomáticos africanos e indios en la Conferencia de Proveedores del Sur, celebrada en Delhi en 2013.
Al margen de estas observaciones quiero destacar que la comprensión de la CSS latinoamericana en su diversidad y complejidad da un salto de gigante con la obra que comentamos. En cuanto a la doctrina y tipos ideales de CSS, el capítulo de Lengyel y Malacalza trasciende el estudio de caso y se va a convertir en un trabajo de obligada consulta. Los excelentes ensayos sobre el Acuerdo de Yucatán, la cooperación técnica agrícola con Centroamérica o el Fondo Conjunto México-Chile van mucho más allá del tema de sus títulos y serán referencias imprescindibles para los estudiosos del SIMEXCID. En la misma línea, el material acumulado permite tener ya una visión cabal de conjunto sobre los estilos nacionales de CSS en América Latina, con una concepción nacionalista del desarrollo en los casos de Brasil, Argentina y Ecuador, frente a la más neoliberal de Honduras, Costa Rica, Colombia, Perú y Chile, maquillada con los cánticos al desarrollo participativo de la sociedad civil y las alianzas público-privadas. Finalmente, tras la lectura de toda la obra, me queda claro que la frontera del conocimiento necesita seguir ampliándose en el campo de la cooperación contra-hegemónica de Venezuela y Cuba y los esquemas de comercio compensado de la superpotencia diplomática caribeña, donde la ilusión del amor en los tiempos del cólera está a punto de ser superada, si no lo ha sido ya, por consideraciones mucho más crematísticas y pragmáticas, que, como señalan Benzi y Lo Brutto, le permiten “moverse hábilmente entre la solidaridad y el mercado”. |
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Qué educación y para qué desarrollo |
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Escrito por Rafael Domínguez Martín
Intervención en el Curso de Verano de la Universidad de Cantabria “De lo local a lo global: construyendo ciudadanía desde el ámbito municipal” Santander, 4 de julio de 2012
Empezaré señalando dos ideas muy sencillas: la primera es que, como dice el proverbio chino, para tener una visión hay que empezar a llamar a las cosas por su nombre; y la segunda es que, si queremos tomarnos en serio la educación para el desarrollo y su función de construir ciudadanía, hay que contar con la función insustituible de la Universidad en la producción del nuevo conocimiento, en las metodologías de innovación educativa para transmitirlo y en la formación de futuros ciudadanos responsables.
Y esto hay que hacerlo bajo la consideración de que la Universidad no es un actor entre otros, como parece sugerir, a manera de concesión, el documento Líneas estratégicas e intervenciones priorizadas en Educación para el Desarrollo aprobado por la AECID en octubre de 2011, sino dejando claro que la Universidad tiene un papel insustituible y fundamental en la construcción de la ciudadanía global tanto en la educación formal (aquella que concluye con titulaciones reconocidas y otorgadas según las leyes educativas) como en la no formal (toda actividad pedagógica sistemática organizada fuera del sistema formal, sin que ello suponga un menor nivel de rigor, planificación y adaptación metodológica que la educación formal).
Ello viene a cuento de los problemas de eficacia que lastran la cooperación al desarrollo como política pública en general y de la educación para el desarrollo como instrumento de dicha política en particular. Problemas que tienen que ver con las tres conocidas íes que Duflo y Banerjee identifican como responsables de los males de la cooperación y que son la ideología, la ignorancia y la inercia.
La pregunta es qué educación y para qué desarrollo se ha desplegado desde que la Ley de Cooperación Internacional para el Desarrollo (LCID) de 1998 facilitó que el instrumento de la educación para el desarrollo quedara prácticamente en manos de las ONG, con el argumento –construido ex post por éstas y canonizado en la Estrategia de Educación para el Desarrollo (2007) de la AECID– de su fundamental contribución para mantener un apoyo elevado de la opinión pública a las políticas de cooperación del Estado, las Autonomías y los Ayuntamientos.
La Estrategia depositó en la educación para el desarrollo unas expectativas totalmente desmesuradas sobre su capacidad de transformación social y lo hizo en una dirección cargada de ideología (antiglobalización, anti-empresa y anti-crecimiento), opuesta al consenso de la plural literatura especializada sobre el desarrollo, y no congruente además con otras estrategias aprobadas por la propia Agencia, como la de Crecimiento Económico y Promoción del Tejido Empresarial. La Estrategia, que dejó a la Universidad en un papel de mera comparsa en esta materia, se basó además en un diagnóstico parcial e incorrecto de la dinámica de la economía mundial que no tuvo en cuenta los profundos cambios que se estaban produciendo en el contexto económico internacional. Estos cambios demuestran tres cosas que negaba de facto la Estrategia en sus componentes de ignorancia e inercia: que el desarrollo, con muy distintos estilos de política económica, es posible en el contexto de la globalización; que en ese contexto, las desigualdades internacionales, aunque siguen siendo elevadas, han disminuido en la última década; y que también se ha producido una reducción de la pobreza gracias al crecimiento económico impulsado por la globalización, los dos bestias negras más o menos explícitas de la Estrategia.
Y en esto vino la crisis económica internacional, que puso a prueba el argumento de que gracias a la educación para el desarrollo protagonizada por las ONG se podía mantener el elevado apoyo a las políticas públicas de cooperación (y a las partidas presupuestarias para llevarlas a cabo). Los recortes del último año del gobierno de PSOE y el hachazo del gobierno del PP han demostrado que el argumento era falaz: no ha habido ninguna movilización social significativa para defender la cooperación en España frente a los recortes estatales, autonómicos y municipales. Y quizá merezca la pena reflexionar sobre los factores que explican lo que nos diferencia de otros países, también afectados por una crisis muy profunda y donde sin embargo los presupuestos de cooperación se han mantenido en medio de severos ajustes, como es el caso del Reino Unido. Ahí, la educación para el desarrollo parte de un sistema académico potente, donde los estudios del desarrollo son un área de conocimiento reconocida dentro del ámbito universitario que es el que genera el efecto cascada de formación de profesionales y formadores que permiten que las políticas de cooperación internacional para el desarrollo formen parte de las cosas que el sector público se toma en serio y haya una ciudadanía verdaderamente comprometida con los objetivos de dicha política.
En definitiva, si queremos tener claridad de concepto y visión y tomarnos en serio la educación para el desarrollo en la formación de unos ciudadanos comprometidos con las políticas públicas de cooperación internacional para el desarrollo (que apoyen prioridades presupuestarias derivadas del pago de sus impuestos y que apoyen con sus donaciones o su trabajo voluntario a las ONG), el mensaje a enviar a los ayuntamientos es que deberían acudir a la Universidad. No sólo para que esta les ayude a evaluar proyectos de cooperación presentados a convocatorias de subvenciones públicas, sino también para solicitar la asistencia técnica respecto al diseño e implementación de las actividades de educación para el desarrollo que quieran hacer como corporaciones socialmente responsables. Máxime porque la nueva ley de régimen local en ciernes no prevé que entre las competencias sujetas al principio de suficiencia financiera de los municipios esté la cooperación, así que lo que hagan los Ayuntamientos en este ámbito será un plus sobre sus obligaciones legales y presupuestariamente hablando deberá pasar por sustituir recursos financieros escasos por capital humano disponible y competente. Y éste, que se sepa, habita en abundancia en el territorio universitario.
La moraleja final es que lo mismo que los profesionales de la salud no son formados por curanderos sino por otros profesionales en las facultades de medicina y enfermería, la educación para el desarrollo debe hacerse también por profesionales de la educación y del desarrollo que profesan en las facultades de ciencias sociales de nuestras universidades. Por tanto, y como recomendación, es necesario retomar la literalidad de la parte del artículo 13 de la LCID que habla de los programas formativos desarrollados directamente por las Administraciones Públicas, para lo cual la Universidad debe ser considerada como un actor estratégico. Y, en concreto, en la Universidad de Cantabria estaremos encantados de abrir espacios comunes para la colaboración con otros actores desde el pluralismo ideológico, el rigor del conocimiento y la competencia profesional debidamente acreditada. |
En la raíz del desarrollo |
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Escrito por: Rafael Domínguez Martín
Este el es título de un libro que me gustaría recomendar por su novedoso enfoque y utilidad para la comunidad de desarrollo iberoamericana. Publicado en 2011 por Ediciones Encuentro, tiene como autores a G. Berloffa, G. Folloni e I. Schnayder von Wartensee, vinculados a la Universidad de Trento y la Fundación para la Subsidiariedad. El libro reclama la importancia del factor humano para el desarrollo y propone una estrategia humanista de las intervenciones de desarrollo (el “humanismo pragmático”, basado en el carácter único e irrepetible de los seres humanos y de su libertad para actuar por el bien común) que muestra todo el potencial de la teoría de Sen en su aplicación práctica: “para que una intervención al desarrollo sea eficaz es necesario que se ayude al individuo a redescubrir, en sí mismo, ese deseo de construir y mejorar su propia condición y educar las potencialidades y capacidades que hacen de cada uno el actor del proceso de desarrollo”.
El ensayo contiene un repaso muy útil y original de la co-evolución de las teorías del desarrollo (y sus determinantes) y el debate sobre la eficacia de la ayuda (y sus determinantes) que, en la apretada síntesis de 100 páginas del capítulo primero, logra reunir todo lo que usted quiere saber y no se atrevió a preguntar sobre esos dos fascinantes y complejos temas. Y todo ello con un enfoque holístico y un estilo muy didáctico que permitirá a los especialistas mirar con un poco más de amplitud a la complejidad de los procesos de desarrollo y a los no especialistas ponerse al día a un coste en términos de esfuerzo muy razonable. La conclusión principal es que las intervenciones de desarrollo deben atender “a la experiencia de personas y grupos sociales”, esto es, no se puede considerar como un dato los fines que los individuos se supone persiguen, porque “los pobres pueden no disponer de los recursos, en términos de aspiraciones, para cambiar las condiciones de su misma pobreza”. En un ambiente donde prevalecen los comportamientos oportunistas, la corrupción, la inseguridad y la explotación, además de generar la capacidad de aspiración, se necesita (re)construir la autoestima y la confianza entre las personas para que puedan cooperar con el objetivo de modificar su situación.
El segundo y tercer capítulos ilustran esta teoría a partir de la base de las experiencias de desarrollo local sobre las que se formuló, la de la Asociación de Trabajadores Sin Tierra de Sao Paulo y la de Ribeira Azul en San Salvador de Bahía. En ambos casos, los factores que permitieron superar la desconfianza inicial de los beneficiarios fueron la autoselección (implicación personal en la consecución de los objetivos del proyecto), el acompañamiento (presencia de personas comprometidas con el apoyo y guía), el trabajo educativo y la estabilidad en el tiempo (derivada de la lentitud del cambio de las personas). La conclusión fundamental permite enriquecer el enfoque abstracto de las capacidades de Sen en su aplicación a las intervenciones concretas de desarrollo a partir de la trilogía conocer-querer-poder. Para que un individuo sea capaz de usar sus oportunidades, lo primero que necesita es conocerlas y tener capacidades de aspiración (querer) para finalmente saber cómo debe proceder para alcanzarlas y no verse impedido (poder). Por tanto, “no basta con las presencia de oportunidades y la capacidad potencial de explotarlas, sino que es menester que el individuo perciba su valor y se decida a comprometerse para conseguirlas”. Por eso es tan importante tener en cuenta en las intervenciones de desarrollo (desde los proyectos a los big plans, pasando por los programas y las políticas) las condiciones que permiten a las personas conocer lo que quieren y hacer frente a los costes necesarios para alcanzar sus propios objetivos.
El mensaje final apela a que las intervenciones de desarrollo consideren simultáneamente tanto las motivaciones económicas como el contexto social y axiológico en el que operan los individuos, a la hora de movilizar y poner en valor sus capacidades ocultas, latentes o mal empleadas: menos tecnocracia y más coherencia con la definición del desarrollo humano como desarrollo para las personas, con las personas y de las personas. En definitiva, el libro lleva a repensar el trabajo de los practitioners (incluyendo una nueva definición de replicabilidad basada en la implicación de personas que han conocido experiencias positivas con otras personas que podrían beneficiarse de esa experiencia) y de los académicos en materia de desarrollo con una reivindicación implícita de la interdisciplinariedad (sobre todo la a hora de analizar las motivaciones de las personas) y del trabajo más cercano y de atención mutua entre las comunidades de práctica y la del pensamiento, que es lo que debería constituir el hecho diferencial de los estudios del desarrollo frente al reduccionismo y la unidimensionalidad imperante en otras disciplinas. |
Alianzas para el desarrollo: Ahora más que nunca |
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Rafael Domínguez, Alianzas para el desarrollo. Taller CESAL, Madrid, 23 de marzo
En este apunte, que fue la base de mi intervención en el taller de CESAL sobre Alizanzas para el Desarrollo (Madrid, 23 de marzo de 2012) defiendo el alineamiento de España con otros grandes donantes en la aplicación del instrumento de cooperación que son las Alianzas Público-Privadas para el Desarrollo (APPD).
España es un superpotencia mundial en Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Nada menos que el 13% de las empresas suscriptoras del Pacto Mundial son españolas. España tiene además un porcentaje superior de empresas activas en el Pacto (más del 82%) frente a la media mundial del 79%. Entre 2004 y 2008 fuimos el primer país del mundo por número de empresas que reportaban sus memorias de sostenibilidad según el estándar GRI, y desde 2009 nos mantenemos en el segundo lugar, por detrás de EEUU, con 178 empresas españolas en 2010 (año, que son casi el 9% del total mundial de empresas del GRI. Dentro del programa de diferenciación del Pacto Mundial que se inició a fines de 2010, ya hay cinco empresas españolas, del total de 56, que se han sumado a la iniciativa LEAD, lo que les otorga el estatus de Advance; y hay 22 empresas españolas, del total de 123, esto es, el 18%, que han suscrito los Principios de Empoderamiento de las Mujeres, que son la base de uno de los grupos de trabajo más activos del programa de diferenciación, siendo la participación en este y otros grupos sobre clima o derechos humanos elemento calificador para conseguir el estatus de Advance.
Pese a todas estas cifras y consecuciones, el Plan Director de 2009-2012 y la Estrategia de Crecimiento Económico y Promoción del Tejido Empresarial de 2011 se limitaron a la apelación retórica de avanzar en los diálogos entre la AECID y el sector privado para la creación de APPD. El grupo de trabajo del CERSE sobre RSC tampoco concretó nada en su informe de posicionamiento emitido en mayo de 2011, más allá de glosar lo que decían estos documentos. En definitiva, ni el III Plan, que repite lo que ya decía el II, ni la Estrategia formularon objetivos concretos y medibles en materia de alianzas para el desarrollo, apelando a la paralizante teoría del largo camino por recorrer.
La AECID, además, no estableció los canales adecuados de interlocución, no fijó los modelos de relación público privados con los que pudiera dirigirse a las empresas buscando su colaboración estratégica en el desarrollo, ni seleccionó las capacidades analíticas y de gestión para tener un responsable que las empresas identificaran como interlocutor válido y de confianza. Todo ello sobre el trasfondo de una cultura institucional marcada por el recelo y la deslegitimación de la empresa como actor de la cooperación al desarrollo (pese a lo que dice la LCID desde 1998), omnipresente entre los asesores y funcionarios de base de la burocracia de la Agencia, salvo contadas excepciones, y de la que no está exento tampoco el cuerpo diplomático. Y, para rematar la faena, la AECID operó con una estrategia errada de negociación (pensando que podía relacionarse con las empresas con la misma metodología que con las ONG), al elegir como interlocutor a la CEOE-CEPYME, en vez de identificar un grupo meta de empresas (por ejemplo las del IBEX 35 que participaran en el Pacto Mundial y que hubieran mantenido su estatus activo en ese estándar durante un período mínimo de, por ejemplo, dos años). Es sintomático que la mayor consecución en materia de alianzas para el desarrollo surgiera del anterior Ministerio de Sanidad y Política Social, en colaboración con la Fundación Bill y Melinda Gates y el Instituto Carlos Slim de la Salud (la APPD Salud Mesoamérica 2015).
Por tanto, en lo inmediato es la AECID la que tiene que mover ficha para facilitar un papel más activo del sector privado en la creación de APPD. Ello pasa, en primer lugar, por ofrecer a las empresas modelos estandarizados de colaboración, que ya están perfectamente establecidos en la experiencia de Agencias como la GIZ, a saber: APPD para explorar nuevas oportunidades de negocio en los países socios, a través de inversiones y proyectos piloto que faciliten la licencia social para operar en el futuro; APPD con empresas ya establecidas para que desarrollen programas de RSE generando valor compartido con la sociedad; y APPD con empresas que ya realicen actividades de desarrollo más allá de sus obligaciones legales en los países socios.
Además de clarificar los modelos de relación, la AECID debe intentar, en segundo lugar, allegar fondos y capacidades del sector empresarial a la política pública, que –reconozcámoslo, va a estar muy necesitada de aportes externos–. Ello supone tres transformaciones de calado en la Agencia: a) un cambio radical de cultura de gestión, abandonando la mentalidad anti-empresa; b) ofrecer una cartera de proyectos que sean sinérgicos con la misión de las empresas-objetivo y sus fundaciones, lo que supone aligerar también el lastre de corporativismo de los diplomáticos en relación al papel de las empresas en la cooperación; y c) dotarse de las capacidades de capital humano y social para el marketing y la relación con los nuevos clientes/proveedores que serían estas empresas colaboradoras.
Finalmente, la AECID debe impulsar un programa de inmersión cruzada, que forme en cooperación y desarrollo a los interlocutores empresariales de las alianzas, y en cultura general empresarial al personal que esté operativo para relacionarse con las empresas dentro de la Agencia. Este programa debería permitir el alineamiento de las empresas con la política pública de desarrollo en general (y particularmente de algunas mega-iniciativas como Universia o Proniño), reducir las asimetrías y los problemas de información imperfecta, y suavizar las futuras tensiones derivadas de las distintas culturas de decisión.
Estas tres propuestas sobre clarificación de modelos, atracción de fondos y capacidades del sector empresarial y formación de actores mediante inmersión cruzada, deberían recogerse en el siguiente Plan Director (un programa que podríamos llamar arrimar el hombro), con indicadores objetivamente verificables, actividades medibles en cantidades allegadas, gente formada y número de proyectos creados, así como objetivos concretos de convergencia con las mejores prácticas de otras agencias. Y todo ello de acuerdo a un cronograma escalado con las actividades realizadas de formación y suma de voluntades en los dos primeros años, una evaluación de diseño al final del ciclo de planificación, y después, la evaluación por resultados de las propias APPD creadas. |
MIcrocréditos como herramienta de desarrollo de las mujeres senegalesas |
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Escrito por: Soledad Gutiérrez
Saint Louis, Senegal
Hace ya algunos años que una doctora española viajó a Senegal por motivos profesionales y, antes de volverse a España, una pequeña asociación de mujeres senegalesas le entregó un proyecto laboral impreso, para ver si conseguía ayuda para sacarlo adelante. Tiempo más tarde, la mencionada doctora y una serie de coincidencias volvieron a Saint Louis para poner en marcha un proyecto de microcréditos. De esto han pasado ya 8 años y desde entonces son numerosos los avances que se han logrado. Desde Madrid se ha constituido una asociación, llamada Entre Mujeres, que cuenta con la participación de voluntarias que una o dos veces al año viajan a Senegal para gestionar el proyecto. Mientras tanto, el seguimiento del proyecto lo realizan desde España, en el poco tiempo libre que sus trabajos les dejan. En Senegal cuentan ya con una red de mujeres, que juntas se han asociado bajo el nombre wolof de Jigeen ak Jigeen (mujer y mujer).
Gracias a la colaboración desinteresada de sus impulsoras y colaboradoras y a donaciones privadas, el grupo solidario Entre Mujeres recauda dinero durante el año a través de mercadillos, actos solidarios y donaciones, con el que posteriormente concede microcréditos para la puesta en marcha de pequeños negocios, dando becas de formación y atendiendo y revisando la salud de las mujeres de los grupos. Desde hace un año cuentan con sede propia en Saint Louis y durante la misión que acaban de concluir han dejado formado un grupo coordinador, planificadas nuevas formaciones (tintura de telas, bordado, jabón, costura y contabilidad en dos niveles), entregado el primer crédito grupal para la cría de pollos y habilitada un aula de informática.
Ya son más de 120 las mujeres que han recibido microcréditos gracias a esta acción. En la mayoría de los casos, se trata de mujeres analfabetas, sin ningún contacto previo con el mundo empresarial, marginadas de los circuitos de financiación tradicionales y que, sorprendentemente, en muchos casos nunca han visto el mar, aunque la ciudad está bañada por un río y por el océano.
Las tasas de reembolso durante este tiempo han sido muy buenas, superiores al 75%. No obstante, una serie de infortunios han provocado un fuerte descenso en los últimos meses. Enfermedades, muerte de un familiar, subida del precio de los alimentos en el país e incluso la crisis económica que asola a los países desarrollados y que ha reducido el importe de las remesas de los emigrantes, son algunas de las causas que influyen en el perfil de clientas de estas mujeres.
Sin embargo, y a pesar de las dificultades, las prestatarias se muestran decididas ante el papel fundamental de Jigeen ak Jigeen como agente de desarrollo. En la última asamblea celebrada, cerca de un 30% de las asistentes se ofrecieron voluntarias para formar parte de la coordinación del centro y otras tantas alzaron la mano para intervenir durante el acto y exponer sus inquietudes y deseos de futuro. Y esto ha sido todo un reto, teniendo en cuenta que muchas de ellas nunca han hablado en público, en parte debido, no a que sientan que no tienen capacidad, sino porque les cohíbe la presencia de hombres.
Aún queda mucho trabajo por hacer. Facilitar procesos que les ayuden a entender que ellas son las auténticas protagonistas de su desarrollo, que no es el dinero per se el que las va a sacar de la pobreza y que todas tienen mucho que aprender y que enseñar, son algunos de los retos para el próximo año. En este caso, se trata de cooperación “de sociedad civil a sociedad civil”, con fondos limitados pero con ilusión y esfuerzo casi infinitos. Sin duda, de dónde proceda el dinero es lo de menos. El gran éxito de este proyecto radica en la implicación de sus miembros y su sintonía entre el deber y el saber hacer.
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